La aventura a bordo del Bounty, el buque de la marina de guerra británica del que tanto se han ocupado las crónicas periodísticas, los historiadores y los novelistas, así como los productores cinematográficos, no pertenece únicamente al ámbito de la exploración geográfica. Aparte del viaje y de la exploración, lo que interesa en la historia de este navío son precisamente, por un lado, las características de la vida marinera, con especial énfasis en el comportamiento de su capitán y de sus tripulantes, así como de las autoridades del Almirantazgo de Londres, y, por otro, los problemas que se derivaron del establecimiento de los europeos en las islas del Océano Pacífico. Hasta su llegada, un verdadero paraíso en la Tierra de armonía y paz, donde sus oriundos a buen seguro disfrutaban de una vida tranquila y sencilla, siendo el concepto de felicidad posiblemente cercano a lo que el ser humano puede esperar, al menos, en el mundo terrenal. Pero ya puedes estar en el lugar más recóndito del planeta, llevando una vida simple y satisfactoria, sin meterte con nada ni con nadie... que siempre aparecerá alguien dispuesto a meterse contigo...
El Bounty había sido construido en 1785 en Hull como buque mercante, pero después de ser adquirido por 2.000 libras esterlinas por la Marina Real Británica, fue sometido a notables modificaciones y equipado para expediciones científicas a grandes distancias. Incluso su nombre originario, Bethia, fue sustituido. En 1787, el Gobierno decidió aprovecharlo para transportar desde Tahití hasta las Indias Occidentales gran número de árboles del pan, con la esperanza de poder transplantarlos allí.
Árboles del pan... y algo más
Como había sucedido ya otras veces, en particular con las misiones de James Cook, el viaje tenía además otros objetivos. Aparte del experimento botánico, se trataba de completar la información que se poseía acerca de Tahití y de verificar las posibilidades de ampliar la presencia británica en aquella zona. Precisamente por la importancia que revestía la misión, el mando del navío fue confiado al capitán William Bligh (1754-1817), que había sido uno de los compañeros de Cook y gozaba de merecida fama como hombre de mar. En realidad, si bien su competencia técnica estuvo en todo momento fuera de duda, no cabe decir lo mismo acerca de su modo de mandar la tripulación, de modo que la responsabilidad por el fracaso de la expedición y el cambio de ruta del buque parecen recaer sobre él en gran medida.
No obstante, la culpabilidad de Bligh no quedó establecida hasta mucho más tarde, ya que el código naval de entonces, extraordinariamente duro y tosco, por un lado, y la solidaridad de casta de los oficiales que ocupaban los cargos más elevados de la marina británica, por otro, impidieron durante varios años que salieran a la luz los detalles de lo que no fue sino un verdadero abuso de poder. Tan sólo en 1808, cuando ya nadie se ocupaba del Bounty, y cuando Bligh, entonces gobernador de la provincia australiana de Nueva Gales del Sur, provocó un segundo motín, hubo una tentativa, aunque muy superficial, de profundizar en los motivos de su comportamiento.
Bajo un mando despótico y despiadado
Volviendo al tema del Bounty, este zarpó de Spithead el 28 de noviembre de 1787. Le esperaba a su tripulación un viaje de meses, acaso de años. Los marineros, todos ellos de nacionalidad británica, eran en su conjunto expertos y capaces, aunque si consideramos la dureza de la profesión y las aventuras y riesgos que ésta comportaba, es del todo comprensible que aquellos hombres no tuvieran una conducta totalmente intachable. Sin embargo, aunque a veces se mostrasen irascibles y pendencieros, tampoco eran unos criminales. Esta era, pese a ello, la opinión que Bligh tenía de sus hombres, y ello motivaba una actitud de absurda severidad, una implacabilidad en los castigos más crueles, incluso desde el punto de vista de las leyes y costumbres marineras. A esta inhumanidad manifestada con los marineros, Bligh unía también una evidente hostilidad contra los oficiales, a los que no vacilaba en humillar incluso en presencia de los inferiores. Por otra parte, lo que causaba irritación en el comportamiento del capitán no era sólo su dureza, tan excesiva que a menudo aparecía como injustificada, sino también la sensación de que se aprovechaba de su cargo para tratar de sacar un beneficio personal. La escasez en la comida de la tripulación era una práctica desacostumbrada en la marina británica; por lo tanto, resultaba particularmente indignante el hecho de que un hombre tan rígido con los demás pudiese faltar a su deber, al suministrar a sus hombres alimentos extraordinariamente escasos y malsanos.
Un episodio traumático -poco antes de llegar a Tahití, a finales de la primavera de 1788- señaló la medida de la disensión entre el capitán y los tripulantes. El primer oficial Fryer se negó a firmar el registro donde se habían anotado las provisiones consumidas durante el viaje, dado que no juzgaba veraces las cifras anotadas en él. Sólo cuando el capitán ordenó formar la tripulación en cubierta y, apoyándose en el código de guerra, conminó a Fryer para que firmase, quien no tuvo más remedio que acceder.
Del infierno en cubierta al paraíso en tierra firme
La estancia en Tahití para recoger las plantas y trasladarlas a la nave fue bastante larga, y mientras se seleccionaban con cuidado más de 1.000 ejemplares de árboles del pan, los marineros del Bounty tuvieron ocasión de pisar tierra firme, de conocer a los indígenas y simpatizar con ellos, de comer alimentos sanos -fruta y carne fresca-, que desde hacía meses no habían visto en su mesa, y de reponerse de las fatigas de aquel viaje agotador. La vida feliz y despreocupada de los tahitianos, la naturaleza lujuriante de aquel país y la dulzura de su clima no dejaron de causar profunda huella en la imaginación de aquellos hombres que sólo conocían las borracheras de los puertos de escala y las reprimendas, los latigazos y la soledad de la vida a bordo.
Poco antes de que, en marzo de 1789, se diese la orden de partir, tres marineros, Churchill, Muspratt y Millward, habían tratado ya de desertar, pero al final acabaron por entregarse, recibiendo a cambio varias docenas de latigazos. Finalmente a principios del mes de abril, el Bounty emprendió el camino de retorno. Al alejarse el buque de la isla de Namuka, dónde se había hecho provisión de nueces de coco, ocurrió un primer incidente. Bligh anunció que algunos de estos frutos habían sido robados y ordenó que se suspendiera el reparto de grog -ron diluido con agua, sin azúcar, que se daba a los marineros-.
"Llévese su bandera..."
El 28 de abril, los marineros, indignados porque el capitán tuvo el atrevimiento de confiscar los víveres que cada uno de ellos había recibido como regalo de sus amigos tahitianos, se amotinaron bajo la dirección de Fletcher Christian, el segundo oficial. El capitán Bligh, con 18 tripulantes fieles, fue abandonado a bordo de una chalupa con muy pocos víveres; sin embargo, con la excepción del contramaestre Norton, consiguieron salvarse y llegar a Timor. Un grupo de rebeldes desembarcó en Tahití, y algunos de ellos fueron capturados en 1791 por los marineros del navío Pandora, enviado en su busca; tres de ellos fueron ahorcados más tarde.
Eran pocos y parecían tenerlo todo, pero...
Christian, acompañado por una docena de hombres y unos cuantos tahitianos, entre ellos varias mujeres, condujo el Bounty hasta una isla solitaria situada en medio del Pacífico, entre Australia y América del Sur. La isla de Pitcairn era un lugar deshabitado, pero había conocido ya la presencia de seres humanos, y allí decidieron establecerse con la seguridad casi absoluta de que nadie podría dar nunca con ellos. El 31 de enero de 1790 quemaron el buque, después de haber llevado a tierra todo lo que de él podía aprovecharse, y como auténticos robinsones empezaron a organizarse una existencia libre. Christian, quien probablemente conocía las doctrinas de Rousseau, trató de dirigir la pequeña comunidad -27 personas en total- con espíritu de equidad y sentido de la justicia, pero no tardaron en surgir entre blancos y tahitianos graves conflictos que dieron origen a un odio enconado. Pocos años más tarde, tan sólo quedaban cuatro blancos con las mujeres y algunos niños. El propio Christian se contaba entre las víctimas. Finalmente, entre los supervivientes y su descendencia se consiguió la institución de una convivencia pacífica. Diez años después, sólo quedaba con vida uno de los amotinados del Bounty, Alexander Smith, quien adquirió el nombre de John Adams y se convirtió en verdadero líder y guía espiritual para sus hijos y los de sus compañeros, hasta su muerte en 1829.
87 personas, "población numerosa" entonces
En 1808 la minúscula colonia fue descubierta por un navío estadounidense, el Topaze, pero los ingleses no se interesaron por el islote hasta 1831, cuando juzgaron que la población era demasiado numerosa -87 personas- y transfirieron parte de ella a Tahití. No obstante, los descendientes de los marineros del Bounty expresaron su desconcierto y disgusto ante esta medida, y solicitaron y obtuvieron su regreso a Pitcairn.
Este afecto por el islote natal demuestra que Christian había estado en lo cierto acerca de la posibilidad de edificar en aquel escollo remoto una existencia sencilla, pero libre y feliz. El destino que le había movido a rebelarse contra el código aristocrático de la marina británica y que no le había permitido crearse una existencia que él sólo pudo entrever, pareció confirmar entonces la exactitud de su intuición a través de la firme resolución de sus descendientes.
Son incontables las historias de aventuras y desventuras que nos ha dejado la mar desde tiempos inmemoriales, algunas de ellas desafortunadas, crueles y de infausto recuerdo; pero también las hay en el lado opuesto, como lo fue la expedición de la balsa Kon-Tiki.
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[Fuente: VVAA (1978). El viaje del Bounty. En Maravillas del Saber. Consultor didáctico (Tomo III, pp. 30-32). Milano, Italia: Editrice Europea di Cultura]