— Ese número que llevan todos ustedes, ¿qué significa?
— Fahrenheit 451.
— ¿Y por qué 451 en vez de 723..?
— Fahrenheit 451 es la temperatura a la que el papel de los libros empieza a arder.
— Quisiera hacerle otra pregunta, pero no me atrevo...
— Hágala.
— ¿Es cierto que hace mucho tiempo los bomberos se dedicaban a sofocar incendios en lugar de quemar libros?
— Su tío tiene razón... está un poco chiflada... ¿Sofocar incendios? ¿Quién le contó eso?
— No sé... alguien... pero dígame, ¿lo hacían?
— ¡Qué idea tan descabellada! Las casas siempre han sido construidas a prueba de fuego.
— La nuestra no.
— Pues en tal caso... es un peligro. Un día de estos habrá que destruirla y tendrán que irse a otra casa que reúna condiciones.
— Lástima. Dígame, ¿por qué quema libros?
— ¿Qué..? Pues... es un trabajo como cualquier otro... y además de una gran variedad. El lunes quemamos Miller, el martes Tolstoy, el miércoles Walt Whitman, el viernes Faulkner y el sábado y el domingo Schopenhauer y Sartre. "Reducirlos a cenizas y aventar las cenizas": ese es nuestro lema oficial.
— Así que los libros no le gustan...
— ¿Le gusta a usted la lluvia?
— ¡Oh, sí, me encanta!
— Mmm... los libros no son más que trastos inútiles, sin ningún interés.
— Entonces, ¿por qué hay quien sigue leyéndolos a pesar del peligro que corre?
— Precisamente porque está prohibido.
— ¿Y por qué está prohibido?
— Porque hace desdichada a la gente.
— ¿Usted cree que eso es cierto?
— Claro. Los libros distraen a las personas y las hacen insociables.
— ¿Yo le parezco insociable?
Esta conversación entre Montag (Oskar Werner) y Clarisse (Julie Christie) pertenece a la película Fahrenheit 451, estrenada en 1966 y basada en la distópica novela homónima del escritor Ray Bradbury, publicada en 1953. Un film dirigido por François Truffaut y que, al igual que otros como 1984 o Soylent Green, si en la época en que fueron realizados pudieron llegar a ser vistos como mero entretenimiento o ficción, en tiempos actuales no pocos lo harán con cierto grado de preocupación, luego de que la casi improbable o en todo caso muy lejana distopía que se nos presentaba en ellas cuando vieron la luz haya exhibido en la actualidad algunas de sus pinceladas, aunque lo peor es que quizás podemos intuir y al mismo tiempo advertir del peligroso camino hacia donde parece nos estamos dirigiendo como sociedad. De esta manera, lo que en su momento pareció improbable o muy lejano pudiera no serlo tanto si la inquietante pero inofensiva ficción llega a tornarse una también inquietante pero cruda y dramática realidad.
Como bien le apunta Clarisse a Montag, efectivamente el Cuerpo de Bomberos ha pasado de sofocar fuegos de tipo material a provocar otros, cumpliendo órdenes del gobierno, de tipo material... pero también espiritual. Porque ese el verdadero objetivo de la quema de libros: no sólo anular el pensamiento crítico, sino sencillamente apartar a las personas de la necesidad de pensar, así como de tener acceso a fuentes de conocimiento que no sean las estrictamente autorizadas por la élite dirigente, la cual ha legalizado uno de los mayores crímenes contra el ser humano: despojarlo de su humanidad. De ahí que no sólo las piras de libros sean el pan de cada día de los bomberos en Fahrenheit 451, sino que la lectura ha sido además prohibida por ley, quedando bajo arresto quienquiera que sea pillado guardando cualquier tipo de obra literaria y/o leyéndola.
«Todos hemos de ser iguales; sólo se alcanza la felicidad estando todo el mundo al mismo nivel. Por eso debemos quemar los libros. Todos los libros»
«Este debe de ser muy profundo: La Ética de Aristóteles. Cualquiera que lo haya leído a la fuerza ha de considerarse superior al que no lo ha leído. Y es inútil, compréndalo: Todos hemos de ser iguales; sólo se alcanza la felicidad estando todo el mundo al mismo nivel. Por eso debemos quemar los libros. Todos los libros», le espeta a Montag el Capitán Beatty (Cyril Cusack) mientras sostiene en una mano un ejemplar del Mein Kampf de Adolf Hitler. Beatty es el jefe del Cuerpo, un auténtico psicópata de manual, que no sólo alcanza un enorme placer cuando el gatillo del lanzallamas se acciona, sino que ejerce una demoledora psicopatía sobre sus subalternos, a quienes presiona, acosa, miente, engaña y manipula para satisfacer su ego y para asegurarse su lealtad.
Las anteriores palabras del temible y tiránico Beatty corresponden a una de las escenas más violentas y a la vez más reveladoras de lo que el ser humano puede llegar a ser capaz de hacer con tal de defender y no renunciar al ejercicio de su libertad. Tras uno de los habituales registros en las viviendas, los sabuesos de Beatty encuentran lo que sería el premio gordo en su trabajo: una biblioteca en la buhardilla llena de las mejores joyas de la literatura de todos los tiempos. Es tal el grado de perversión, que los asaltantes no sólo se conforman con quemarla, sino que deciden que la casa entera ha de ser también pasto de las llamas. Su dueña es conminada a abandonarla antes de que el lanzallamas entre acción, a lo cual rotundamente se niega. Es entonces cuando el jefe de los pirómanos literarios, al ver que la señora se ha plantado sobre sus libros sin la menor intención de marcharse, pide a uno de sus lameculos que cuente hasta diez antes prender fuego a todo. Hacia la mitad del conteo, es la propia mujer quien enciende una cerilla y la arroja sobre los libros que previamente habían sido rociados con abundante combustible, al igual que el resto de la vivienda.

Lavado de estómago, sangre nueva y vuelta a empezar
La actriz Julie Christie, que en la película encarna a Clarisse, una aspirante a maestra que es rápidamente defenestrada tras entender la dirección de su colegio que no sigue los patrones de enseñanza establecidos, también da vida a Linda, la mujer de Montag, un perfecto maniquí que se pasa todo el día encerrada en casa, pegada a las múltiples pantallas televisivas que pueblan sus paredes, a sus auriculares y a una variada carta de drogas de diseño que, a parte de mantener a la ciudadanía inmersa en una vida virtual, sin sentimientos y sin emociones, fomentan desde el punto de vista sexual un extraño comportamiento de atracción por uno mismo, lo cual el propio Montag observa cada día en su ida y vuelta del trabajo en el transporte público, donde las personas, absortas, realizan sin apenas darse cuenta una serie de curiosos tocamientos que, aunque no llegan a ser obscenos, sugieren que lo poco que les queda de líbido está destinado a quererse y disfrutarse a sí mismos. Es curioso ver cómo en una ocasión Linda, totalmente enganchada a las píldoras de la supuesta felicidad, sufre una sobredosis y su esposo, que encuentra su cuerpo inconsciente tendido sobre el suelo, llama desesperado al hospital. A los pocos minutos se presentan en su hogar dos hombres vestidos de blanco, que Montag identifica con una especie de enfermeros...
— ¿Dónde está el médico?
— ¿Qué médico?
— El que ha de atender a mi esposa...
— No se necesitan médicos en estos casos. Mi compañero y yo nos bastamos. ¿Quién esperaba usted que viniera? Casos como éste tenemos 50 cada día. Sí, y su esposa no será la última esta noche, se lo aseguro. No se preocupe, le haremos un buen lavado de estómago y luego reemplazaremos su sangre por sangre nueva. Dentro de 20 minutos estará perfectamente. Tranquilícese. Mañana lo habrán olvidado todo.
— ¿Quieren decir que estará completamente restablecida?
— Más que eso: con unas enormes ganas de saltar y brincar. Y le prevengo que despertará con un gran apetito.
Así es, Linda se levanta al día siguiente con un apetito voraz, pero no sólo alimenticio, pues parece que al contar con sangre renovada en su cuerpo, es decir, desprovista de las adictivas e inhibidoras drogas, el apetito sexual hacia su marido se ha despertado luego de no se sabe cuánto tiempo. Ni ellos sabrían precisar cuándo fue la última vez que practicaron sexo, pues la sociedad en la que viven la memoria es una capacidad que ha sido extirpada del ser humano. Tan es así que, por ejemplo, ninguno de los dos recuerda cuándo y cómo se conocieron, llegando a no recordar siquiera lo que han hecho el día anterior e incluso durante la jornada presente.
Buzón de «sugerencias»
Sin capacidad lectora y de adquirir conocimiento, con el uso y abuso de drogas que inhiben sentimientos y emociones, y las pantallas como único medio de entretenimiento... el cerebro queda anulado y a merced del manipulador gobierno, quien a partir de ahí podrá hacer lo que quiera con una ciudadanía que no sólo tolera sino que se abraza ensimismada a los barrotes de la prisión en la que poco a poco, sin darse cuenta -síndrome de la rana hervida-, ha sido encerrada. De hecho, son los propios ciudadanos quienes gustosamente colaboran con el mantenimiento de su propia esclavitud gracias, por ejemplo, a los buzones de delación, donde pueden dejar sus sobres denunciando las perversas prácticas lectoras de sus vecinos, sus amigos... e incluso sus familiares, con las más variadas y espurias motivaciones. Así, el gobierno no ha escatimado detalles queriendo tener todo atado y bien atado; hasta un nuevo lenguaje promovido convenientemente y que ahora forma parte del día a día, como se puede ver en el siguiente diálogo entre Montag y Clarisse:
— Fíjese en aquel hombre.
— ¿Qué está haciendo?
— Rondando el buzón de informaciones. No acaba de decidirse.
— ¿Y qué quiere averiguar?
— No quiere averiguar nada. Conoce a alguien que tiene libros. Se ha hecho con una fotografía de esa persona y ahora va a echarla al buzón con su número.
— Entonces es un delator.
— No, no, un informador. Fíjese, ronda el buzón como el que ronda a una muchacha...
— Se ha metido algo en la boca...
— Un estimulante, para infundirse valor.
— Quiere asegurarse de que nadie le vea. Está disimulando... pero se marcha. ¿Lo ve usted? Se ha arrepentido.
— No se preocupe, volverá. Ya vuelve...
— Qué hombre tan indeciso... Ya está, lo hizo.
— Ya se ha deshecho de un vecino ruidoso, de un cuñado al que envidia o de su propia madre... ¿por qué no?
Tras sus encuentros con Clarisse, Montag, que hasta la fecha la única lectura que podía llevar a cabo era la de unos insulsos cómics con ilustraciones pero sin texto alguno, comienza a hacerse preguntas en su interior y a cuestionarse tanto su trabajo como la vida que le rodea. Aunque ha recibido un fuerte adoctrinamiento en el Cuerpo de Bomberos, parece que el hecho de prescindir del consumo de píldoras y de las pantallas televisivas, así como de tener una dedicación laboral que le impide pasarse el día encerrado en casa como la mayor parte de la ciudadanía, han hecho que el suyo no sea todavía un caso perdido.
«Ya me había olvidado de todos esos sentimientos...»
A escondidas, sin que su mujer se entere, Montag comienza a levantarse de la cama en la madrugada para comenzar la lectura de algunos ejemplares que ha salvado de la quema. Su capacidad de leer, aunque la conserva, se encuentra un tanto atrofiada debido a la falta de uso y es curioso ver cómo inicia la lectura de David Copperfield, de Charles Dickens, poniendo el dedo índice debajo de cada sílaba a medida que va leyendo de una forma más o menos mecánica, como cuando se aprende a leer.
Precisamente Montag aprovecha una ocasión en que su mujer ha recibido la visita de sus amigas para leerles un fragmento de dicho libro. Al finalizar, una de ellas no puede evitar comenzar a llorar de la emoción, pero en cambio el resto del grupo, incluida Linda, reprochan a Montag no sólo haber infringido la prohibición de leer, sino que con su cruel acción ha provocado el llanto. «Son sólo palabras tontas, palabras que hieren a la gente. ¿No tenemos ya bastantes problemas? ¿Por qué preocupar a la gente con esas suciedades?», comenta una de las amigas mientras se despide de la esposa de Montag, mientras todavía entre sollozos, la única que ha reaccionado a la lectura del fragmento, afirma: «No puedo remediarlo. Ya me había olvidado de todos esos sentimientos...»
«Mientras se les tiene entretenidos son felices... y eso es lo importante»
Es así como Montag, al que el despiadado Beatty le ha hablado de un posible ascenso -argucia que ya ha empleado con otros para lograr su pleno sometimiento y lealtad-, empieza gradualmente a separarse del camino trazado por el gobierno y comienza a recorrer el suyo propio... hasta convertirse en un hombre-libro, etapa ésta de la cual no daremos más detalles con el fin de no adelantar más contenido del film a quienes todavía no lo han visto y tengan intención de hacerlo.
Eso sí, no queremos terminar este artículo sin hacer referencia a las palabras que Beatty dice a Montag durante una de sus charlas en las oficinas del parque de bomberos. Tras preguntarle a su subordinado si le gustan los deportes, obteniendo las respuestas esperadas, el despótico capitán declara: «Creo que hay que fomentar la práctica; más deporte para todos. Reforzar el espíritu de compañerismo, organizar las diversiones. Mientras se les tiene entretenidos son felices... y eso es lo importante».
El siniestro jefe tiene claro que primero hay que destruir toda libertad individual para posteriormente poder ejercer de manera autoritaria el control sobre una colectividad privada de libertad y remunerada con una falaz igualdad. Una vez logrado este objetivo, el adoctrinamiento, el consumismo, el entretenimiento y las drogas se convierten en herramientas para enajenar de la realidad a los esclavos y así poder mantener el nuevo sistema implantado, que progresivamente irá despojando al ser humano de sus raíces, creencias y tradiciones y de su capacidad de sentir y emocionarse hasta anular su componente espiritual, obteniéndose como resultado la pérdida de la esencia del ser humano. Su deshumanización*.
Pero en esta vida se puede perder todo... menos el alma.
[*Lamentablemente, este proceso ya ha empezado hace décadas. Sin embargo, ha sido acelerado significativamente en las dos últimas, aprovechando las execrables y perversas ventanas de oportunidad que se abren con las sucesivas crisis inducidas y gestionadas por quienes precisamente están decididos a pisar a fondo el acelerador. Se podría pensar que la realidad de Fahrenheit 451 sería sólo extrapolable a un reducido grupo de personas; en cambio, hay quienes parecen llevar tiempo trabajando para elevar esa apuesta no sólo a poblaciones enteras de países, sino a nivel global.]
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