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Charles Hatfield, fabricante de lluvia

Charles Hatfield fabricante de lluvia

«La censura y el ridículo son los primeros tributos pagados a la ilustración científica por la prejuiciosa ignorancia»... [LPDS/Wombo Art]

Si bien los términos geoingeniería, ingeniería climática, modificación del clima o siembra de nubes están cada vez más presentes en nuestro día a día, y no precisamente con connotaciones positivas, ya entre finales del siglo XIX y comienzos del XX encontramos casos documentados de los que entonces se dieron en llamar rainmakers -hacedores o fabricantes de lluvia-, quienes empleaban sus técnicas con el objetivo de beneficiar o sacar de una lastimosa situación a determinados lugares que estaban atravesando por largas y duras sequías, con las consiguientes y nefastas consecuencias para sus habitantes, la fauna, la flora y el ecosistema en general. La historia que vamos a contar tiene nombre propio, el de Charles Mallory Hatfield, por algunos conocido como el «el rey de los impulsores de nubes», a quien incluso llegaron a calificar como «probablemente el fabricante de lluvia más exitoso de los tiempos modernos», y que durante más de dos décadas practicaría sus artes químicas en varios países.

Cuentan que el sur de California fue durante mucho tiempo cuna de personajes un tanto excéntricos para su época, entre los que se encontraban curanderos, artistas de vanguardia o miembros de sectas religiosas poco convencionales. Aunque nacido en Fort Scott, Kansas (EEUU), en 1875, Hatfield llegó con su familia a San Diego durante el boom de mediados de los ochenta. Una vez terminada su educación en el noveno grado, su primera incursión en materia laboral sería como vendedor de la New Home Sewing Machine Company en Los Ángeles. Aunque no está claro el origen de su interés por la lluvia artificial, sería hacia el final de la década de 1890, y según él mismo contó, cuando probó por primera vez su método desde una vieja torre de molino de viento en el rancho de su padre en Bonsall, si bien nunca lo patentó por temor a que «los productores de lluvia brotaran como hongos en todo el país».

«Yo no hago lluvia. Simplemente atraigo las nubes y ellas hacen el resto»

Charles Hatfield fabricante de lluvia
[LPDS/Wombo Art]

Hatfield también relataría cómo sus primeros experimentos habían tenido su cocina como sala de operaciones, luego de percatarse de que determinadas combinaciones químicas hacían que el vapor de la tetera se moviera hacia ellas. Hatfield describió su método secreto como «principalmente afinidad química con la atmósfera. No tengo nada que ver con bombas, dinamita o explosivos de ningún tipo. Mis métodos son originales», añadiendo que «yo no hago lluvia; eso sería una afirmación absurda. Simplemente atraigo las nubes y ellas hacen el resto. Es una mera cuestión de atracción y las condiciones que producen la lluvia son atraídas por mi sistema tal como un imán atrae al acero. Mi método consiste en combinaciones químicas que funcionan en harmonía con la misma ley que hace llover de forma natural».

Así, tras sus primeras tentativas cerca de San Diego en 1902 y 1903, Hatfield se trasladó hacia el norte hasta el área de Los Ángeles, donde en febrero de 1904 erigió una torre de evaporación de poco más de seis metros en la zona de La Crescenta. Trabajando con su hermano Paul, de 17 años, elaboró sus gases durante una semana, reclamando la lluvia que cayó, la cual, según la Oficina Meteorológica, era parte de un sistema de tormentas mucho más grande que se extendía sobre la mayor parte del norte de California. Si bien nuestro rainmaker estaba convencido del éxito de sus operaciones, no eran precisamente pocos quienes no sólo ponían en duda sus métodos, sino que directamente le atacaban duramente a través de los periódicos, tal y como sucedió con el meteorólogo oficial de Los Ángeles, George E. Franklin, quien en el Los Angeles Daily Herald acusó a Hatfield de «estar borracho con agua de lluvia», emplazándolo a que «cuando esté sobrio que traiga sus productos químicos a la ciudad y pregunte por el Sr. Franklin». Sin embargo, no todo eran palos para el joven químico, y así el Daily Times publicaba que la «fábrica de agua de Hatfield» había tenido éxito en diecinueve de veinte intentos.

Mil dólares por 450 l/m² de lluvia en cuatro meses y medio

Un ser con capacidades especiales para algunos, un mero charlatán de feria para otros, el caso es que Hatfield haría una propuesta seria a los habitantes de Los Ángeles, garantizando al menos dieciocho pulgadas de lluvia -450 l/m²- entre mediados de diciembre y finales de abril de 1905 a cambio de mil dólares -más de 33.000 dólares en la actualidad-. «La caída regular rara vez supera las ocho o diez pulgadas», señaló, dejando claro que no recibiría pago alguno si cayera menos de la cantidad pactada. Teniendo en cuenta que los diez años anteriores habían sido más secos de lo habitual, sus posibilidades aumentaron. De hecho, dijo a la población que se preparase para un invierno de lluvia a partir del 15 de diciembre. Entre las burlas y sin una gota transcurrió la segunda quincena del último mes del año, e incluso el día de Año Nuevo estuvo seco; pero a medida que avanzaba 1905, llegaron las lluvias. Cuando un reportero entrevistó a Hatfield en su tienda de campaña a mediados de marzo, sólo le faltaba un tercio de pulgada para cumplir con su objetivo y todavía tenía un mes y medio por delante. Los periodistas lo encontraron tranquilo y sincero, ni egoísta ni excéntrico, a pesar de su pequeño arsenal de cuchillos y pistolas. «La censura y el ridículo son los primeros tributos pagados a la ilustración científica por la prejuiciosa ignorancia», les dijo. Tanto la prensa como el público comenzaron a tomar a Hatfield más en serio y plantearse la posibilidad de que realmente fuese capaz de hacer llover a voluntad.

Hatfield recibió los mil dólares en efectivo, además de la gran publicidad que a partir de entonces tendrían sus posteriores experiencias en la búsqueda forzada de lluvia. La prensa se rendía ahora a sus pies. «Un fabricante de lluvia exitoso», «Joven mago de la meteorología demuestra su capacidad para cumplir con los pedidos de tormentas» o «Una charla con el mejor fabricante de lluvia del mundo», se podía leer en los tabloides de la época. De vuelta a casa, donde los comerciantes anunciaban «auténticos paraguas Hatfield» a 2.50, 3.50 y 4.50 dólares cada uno, y donde la palabra raining -lloviendo- ocasionalmente se reemplazaba por una nueva, Hatfielding, el maestro de la lluvia iniciaba un circuito de conferencias para debatir «Cómo atraigo atmósferas cargadas de humedad». El precio de las entradas para su discurso en el Simpson Auditorium el 12 de mayo oscilaba entre veinticinco centavos y un dólar; y también estaba programado que se presentara en Riverside, Redlands, Santa Bárbara, San Bernardino y San Diego antes de partir para probar sus productos químicos en Arizona y Nuevo México.

Librar a Londres de su niebla y regar el Sahara

Charles Hatfield Rainmaker Sahara
[LPDS/Wombo Art]

Parece que Hatfield, ahora Profesor Charles Hatfield, seguramente producto de su popularidad, comenzó a despegar un tanto sus talones de ese suelo de la realidad por el que hasta ahora había caminado. Así, en sus charlas, sugería que sería capaz no sólo de librar a Londres de sus nieblas, sino que incluso se atrevía a decir que «me gustaría tener el contrato para regar el desierto del Sahara tan pronto como el gobierno francés pueda darse cuenta de que realmente puedo hacer llover tanto como quieran mis empleadores». Mencionó incluso un acuerdo con «una gran compañía de Chicago» para convertir el oeste de Kansas en tierra de cultivo de cereales por una tarifa de cinco mil dólares sobre la base de «si no hay lluvia, no hay pago». El viaje a Kansas nunca se materializó.

Mientras se sucedían los éxitos en cuanto a su técnica para incrementar la pluviosidad, la prensa rumoreó que Hatfield pronto se iría bajo los auspicios del gobierno británico y nueve propietarios de minas de diamantes y granjas de ovejas «para apuñalar las nubes que flotan sobre» Sudáfrica, una aventura de la que esperaba regresar «laureado y con los bolsillos repletos». También se informó que había firmado un acuerdo para producir lluvia para propietarios de minas de depósito aluvial de minerales en Australia. En cualquier caso, ninguna de estas oportunidades se desarrolló, pero a buen seguro que contribuyeron a engrandecer la figura y las habilidades de Hatfield.

Pero en la meteórica y fructífera carrera del rainmaker se iba a cruzar un hecho inesperado. A finales del año 1915 Hatfield y su agente Fred Binney -quien esperaba una comisión del 5 por ciento- propusieron al gobierno municipal de San Diego una oferta para llenar el embalse de la ciudad -la presa Morena-, obteniendo inicialmente una respuesta entre escéptica y jocosa. «Llenaré a rebosar el Embalse Morena desde ahora hasta el próximo 20 de diciembre de 1916, por la suma de 10.000 dólares -alrededor de 300.000 en la actualidad-, por cuyo incumplimiento no pido compensación». La sequía ya era severa y la presa estaba a sólo un tercio de su capacidad, por lo que finalmente el Ayuntamiento autorizó la redacción de un contrato, al que sólo se opuso uno de los cinco ediles, calificándolo de «locura de campeonato».

¿El «diluvio de Hatfield» o «un acto de Dios»?

Charles Hatfield Rainmaker San Diego 1916
[LPDS/Wombo Art]

El 1 de enero ya estaba trabajando en la presa Morena con el menor de sus hermanos, Joel, reportando una buena lluvia el día 5. Unos días más tarde, el meteorólogo oficial de San Diego habló sobre la llegada de una tormenta que trajo lluvias intermitentes durante más de una semana. El mes vio precipitaciones récord y pronto hizo que el nombre de Hatfield fuera «más famoso a nivel local que el de Yorkville o cualquiera de los ganadores en el hipódromo de Tijuana». Todo parecía fluir demasiado bien, y nunca mejor dicho, porque el 27 de enero cedió la presa del Bajo Otay, al sureste de la ciudad, lo que se tradujo en cuantiosos daños materiales y pérdida de vidas -se estima que alrededor de 50-. Conexiones ferroviarias quedaron arrasadas, calles inundadas y casas en ruinas.

Este fue conocido como el «diluvio de Hatfield». Una caricatura en primera plana en el San Diego Union mostraba a un granjero furioso persiguiendo al fabricante de lluvia hacia la bahía. Se rumoreaba que vigilantes armados fueron en busca de los hermanos Hatfield y que Charles huyó a caballo por el desierto hacia Yuma. Pero lo cierto es que ambos, bien armados, caminaron las sesenta millas de regreso a San Diego, y en la tarde del 4 de febrero Charles dio una conferencia de prensa en la oficina de Fred Binney, anunciando que había cumplido su promesa de llenar el embalse y ahora presentaría formalmente su reclamación de diez mil dólares. El abogado de la ciudad esgrimió que no existía un contrato legal escrito y firmado, y que hasta que no se demostrase lo contrario, el diluvio debía ser considerado como «un acto de Dios». Siguiendo la recomendación de su abogado, el Ayuntamiento rechazó el reclamo de Hatfield, aunque más de un miembro creía que tenía una obligación no escrita con el fabricante de lluvia. Argumentando que su reputación era más importante que el dinero, Hatfield anunció que se conformaría con cuatro mil dólares en lugar de los diez mil verbalmente acordados. Cuando esto también fue rechazado, presentó una demanda contra el Ayuntamiento. Mientras tanto, los abogados del municipio se comprometieron a recomendar el pago de cada centavo del reclamo de Hatfield si éste firmaba una declaración asumiendo la responsabilidad por la inundación, librando al Ayuntamiento de hacerse cargo de los daños. Con unos 3,5 millones de dólares en reclamaciones, aunque la mayoría nunca se harían efectivas, era obvio que el rainmaker no podía permitirse el lujo de estar de acuerdo. Técnicamente, su demanda se mantuvo hasta 1938, cuando se desestimó por considerarse que el asunto estaba muerto. La ciudad de San Diego todavía lo recordaba en 1948, cuando contrató una sembradora de nubes para hacer llover y se cuidó de contratar, esta vez, un seguro de daños.

La leyenda de Charles Hatfield al otro lado del charco

Aunque pueda parecer imposible tras lo sucedido, a principios de 1921, el agente de Hatfield, Fred Binney, propuso nuevamente al Ayuntamiento de San Diego que lo contratase para acabar con la sequía; y un periodista local, tal vez en broma, recordó lo de 1916, cuando el fabricante de lluvia hizo que todos los valles fluviales del condado «parecieran los fiordos de Noruega». Bromas aparte, la fama de Hatfield seguía consolidándose y parecía incluso cruzar el Atlántico. Es así como en el verano de 1922 se informó de que Hatfield estaba en Nápoles, invitado por el gobierno italiano para romper una sequía de cinco meses. Estaba ansioso, según la prensa, de explicar sus venturas y desventuras al Papa Pío XI y, si el pontífice estaba de acuerdo, invocar un poco de lluvia sobre los jardines del Vaticano. La tradición dice que cuando se instaló cerca de Nápoles, «todo el sur de Italia se inundó», los agricultores se volvieron «locos de alegría» y el Doctor Hatfield, como lo llamaron los periódicos locales, se convirtió en «un héroe más grande que Mussolini». Pero sería Paul, uno de los hermanos de Hatfield, quien acabaría por desbaratar la leyenda y descubrir la realidad al confirmar que «nunca estuvimos en Italia».

Con algunas excepciones, Hatfield prefería trabajar cerca de casa. Una de dichas excepciones se produjo en 1929, cuando los hermanos viajaron a Honduras para tratar de salvar setecientas mil hectáreas de tierras bananeras afectadas por la sequía para la Standard Steamship and Fruit Company de Nueva Orleans. Hatfield insistió en que la tarea se completó con éxito en diez días, aunque más tarde, durante su proceso de divorcio, negó la alegación de su esposa de que recibiese diez mil dólares por el trabajo.

Más de 500 demostraciones sin fallos

Hatfield se retiraría tranquilamente a Glendale para vivir de las glorias pasadas hasta que murió en 1958, siendo todavía una figura controvertida y esquiva. Aún así, en 1956, Passing Parade Films Inc. produjo Hatfield, the Rainmaker para televisión, centrándose en el episodio de la presa Morena. Ocho años más tarde, el ingeniero de San Diego, Gerald Clarke, expresó que, incluso a la luz de la ingeniería meteorológica moderna, era hora de que Hatfield «recibiera un merecido reconocimiento». Paul Hatfield estaba dispuesto a recoger el testigo de su hermano Charles, y así en la década de 1960 dijo estar listo para continuar con la tradición si la asamblea legislativa de California renunciaba a su ley de la década anterior que exigía que los fabricantes de lluvia tuvieran licencia y divulgaran los ingredientes que usaban. Incluso en 1972, Paul Hatfield usaba papelería especial, cuyos sobres tenían una imagen con tres torres de evaporación y la inscripción: Planta inductora de lluvia de los Hermanos Hatfield. Más de 500 demostraciones sin fallos.

El Sunday Times de Los Ángeles probablemente resumió muy bien las actitudes del público hacia Hatfield en marzo de 1924: «Algunos piensan que Hatfield es simplemente un gran showman; pero algunos lo consideran un hombre adelantado a su tiempo, que puede hacer lo que la Oficina Meteorológica de los Estados Unidos y toda la ciencia moderna dicen que es imposible».

Hatfield y sus hermanos no sólo demostraron sus habilidades en la generación de lluvia, sino también en el empleo del marketing y la comunicación a la hora de promocionarlas y difundirlas.

Hatfield, The Rainmaker, del serial televisivo As It Happened (1966).

 

[Fuentes:
Clark C. Spence (1980). The Rainmakers. American "Puvliculture" to World War Second, EEUU: University of Nebraska Press]