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El Minotauro: la bestia del laberinto

Minotauro

"Luego, ¿mi laberinto es pan comido? Bien, entonces veamos cómo te las apañas con esta pequeña porción..." [Imagen: LPDS/Wombo Art]

En una ocasión Pasifae, esposa de Minos, rey de Creta, incurrió en la ira de Poseidón y, como castigo, fue condenada a poner en el mundo una criatura deforme: el Minotauro, con un gigantesco cuerpo de hombre y cabeza de toro. El rey Minos, para esconder al monstruo de los demás humanos, había hecho construir por el famoso arquitecto Dédalo el laberinto, una construcción tan complicada que quien entraba en ella ya no podía salir, y en el rincón más apartado de dicho laberinto escondió al Minotauro. A cada luna nueva era necesario sacrificar un humano al Minotauro: el monstruo, en efecto, se alimentaba de carne humana y si no se le satisfacía empezaba a sembrar la muerte y el terror entre los habitantes de la región.

El rey Minos tenía otro hijo, Androgeo, que, estando en Atenas para participar en los juegos deportivos, al resultar vencedor fue alevosamente asesinado por los atenienses, obcecados por los celos que sentían por su fuerza y habilidad. Minos, al enterarse de la terrible noticia, juró vengarse: reunido su ejército, lo hizo marchar contra Atenas, y la ciudad, que no estaba preparada para sostener el ataque, tuvo pronto que capitular y negociar la paz.

El rey cretense recibió con mucha dureza a los embajadores atenienses y estás fueron sus palabras: «Habéis matado bárbaramente al hijo que era la esperanza y el sostén de mi vejez. Mis condiciones para la paz son estas: Atenas enviará cada nueve años siete jóvenes y siete doncellas a Creta, para que con su vida paguen la de mi hijo». Los embajadores se sintieron presos por el terror cuando el rey añadió que los jóvenes atenienses serían ofrecidos al Minotauro, pero no les quedaba otra alternativa: los atenienses tuvieron que aceptar. Tan sólo obtuvieron una concesión: si uno de los jóvenes conseguía el triunfo en la desesperada empresa de matar al Minotauro y de salir vivo del laberinto, la ciudad se libraría del atroz tributo.

Velas negras para la ida, blancas para la vuelta

Dos veces ya había sido pagado el terrible precio. Dos veces una nave ateniense impulsada por velas negras había conducido a siete jóvenes y siete doncellas hacia su suerte atroz. Pero cuando llegó el día en que, por tercera vez, se sorteó el nombre de las víctimas, Teseo, único hijo del rey de Atenas, Egeo, se decidió arriesgar su propia vida para liberar a la ciudad de aquel horrible tributo. Al día siguiente, Teseo y sus compañeros se embarcaron, y el rey, al despedir a su hijo, le dijo entre lágrimas que pusiera velas blancas cuando regresase. Partieron, y pocos días después llegaron a la isla de Creta.

El famélico Minotauro, recluido en el laberinto, esperaba su comida mugiendo. Pero, hasta el día y la hora de establecidos para el sacrificio, los jóvenes y las doncellas debían permanecer custodiados en una casa, en las afueras de la ciudad. Esta prisión, en la que los desgraciados jóvenes eran tratados con la magnanimidad reservada a las víctimas de los sacrificios, estaba rodeada por un parque que confinaba con el jardín en el que las dos hijas de Minos, Ariadna y Fedra, solían pasearse. La fama del valor y de la belleza de Teseo había llegado a oídos de las dos doncellas y, sobre todo Ariadna, la mayor de las princesas, deseaba conocer y ayudar al joven.

Siguiendo el hilo

Cuando, finalmente, logró verlo un día en el parque, lo llamó y, ofreciéndole un ovillo de hilo, le dijo: «Toma este ovillo; representa tu salvación y la de tus compañeros. Cuando entréis en el laberinto ataréis un cabo en la entrada, y a medida que penetréis en el terrible lugar lo iréis devanando regularmente; una vez muerto el Minotauro, podréis enrollarlo de nuevo y encontrar así el camino hacia la salida. Y toma también este puñal: con el podrás enfrentarte al monstruo sin temor, atacarlo y herirlo. No tengas miedo». Diciendo esto, sacó de los pliegues de su vestido un puñal y se lo entregó a Teseo. «Estoy arriesgando mi vida por ti —añadió—, ya que si mi padre supiese que te ayudo, tendría que afrontar su tremenda cólera. Pero tú, si triunfas en tu empresa, sálvame a tu vez y llévame contigo».

Al día siguiente, el joven fue conducido al laberinto y, cuando se halló lo suficiente dentro para no ser visto, ató el ovillo al muro y dejó que el hilo se devanase, mientras que, guiado por los mugidos del monstruo enfurecido por el hambre, marchaba por el enmarañado laberinto de corredores. Teseo avanzaba sin temor y finalmente, al entrar en la caverna, se halló frente al terrible Minotauro. Con un espantoso bramido, la bestia se lanzó sobre Teseo, que hundió su puñal en el inhumano cuerpo del Minotauro tantas veces como éste se le abalanzó; por fin, el monstruo lanzó un último mugido que resonó en las salas del laberinto como un trueno entre los picos de las montañas.

A Teseo sólo le restaba enrollar de nuevo el hilo de Ariadna para recorrer el camino que tantos jóvenes habían emprendido sin esperanza de retorno. De esta manera, Teseo no sólo había salvado su vida y la de sus compañeros, sino que había liberado también a Atenas de su deuda.

Cuando la nave de los atenienses estuvo a punto para zarpar de regreso al Ática, Teseo, a escondidas, condujo a bordo a Ariadna y también a Fedra, que no había querido abandonar a su hermana. Durante el viaje la nave ancló en la isla de Nassos para refugiarse de una tempestad y, cuando los vientos se calmaron y llegó el momento de reemprender la marcha, no pudieron encontrar a Ariadna. La buscaron por todas partes, gritando su nombre al viento, pero al fin, perdidas las esperanzas de hallarla, tuvieron que reemprender el viaje sin ella. Ariadna se había perdido y se había quedado dormida en un bosque en el que, poco después, fue encontrada por el dios Dioniso, quien la hizo su esposa y la convirtió en inmortal.

Entretanto, Teseo, profundamente entristecido, navegaba hacía Atenas olvidándose de cambiar las velas negras. Y cuando el anciano rey Egeo, que cada día se acercaba al muelle para vigilar la llegada de la nave, vio perfilarse en el horizonte el barco que izaba todavía las señales del luto y no las de la victoria, lleno de dolor se arrojó en aquel mar que desde entonces lleva su nombre.

Del laberinto al ruedo

En la actualidad sabemos que, en muchos pueblos de agricultores, el toro, como símbolo de la fertilidad, fue considerado, sino propiamente una divinidad, sí una manifestación de fuerza divina. El toro fue sagrado en Egipto, en Babilonia y en Persia; en la misma Grecia lo encontramos como epifanía (forma que puede adoptar un dios para manifestarse a los hombres) de Poseidón e incluso de Zeus.

Pero lo más curioso es constatar que el toro, como manifestación divina, fue en muchos lugares el centro de sacrificios, que en su manera de desarrollarse llegaron a asumir, incluso para nosotros, aspectos de auténticos juegos. En Tesalia, por ejemplo, los jóvenes a caballo perseguían a un toro, y una vez alcanzado se lanzaban al galope sobre su cuello, agarrándolo por los cuernos intentando derribarlo.

En Atenas y en Ténedos existían cultos en los cuales un individuo previamente designado debía matar a un toro mediante un complicado ceremonial; en épocas remotas, cuando los sacrificios humanos no eran raros, el matador del toro era a su vez sacrificado. Es fácil encontrar un nexo entre estos ritos y el mito del Minotauro, tanto más cuanto que en Creta, la isla de Minos, han sido halladas reproducciones de los juegos (¿o ceremonias?) cuyo centro era la lucha entre la astucia, la habilidad y la fuerza de jóvenes y doncellas y el ímpetu brutal de un toro.

En épocas históricas subsiguientes, la tauromaquia (lucha contra el toro) paso a ser practicada en otras naciones, y perdió poco a poco su carácter y su significado religioso. Todavía hoy tenemos un ejemplo vivo de ello en la corrida, que ha llegado a constituir uno de los principales motivos folklóricos de España, Portugal y algunos países de Hispanoamérica.

[Fuente: VVAA (1978). El Minotauro. En Maravillas del Saber. Consultor didáctico (Tomo III, pp. 110-113). Milán, Italia: Editrice Europea di Cultura]