Entre los mitos griegos, el de Prometeo es, sin duda, uno de los más bellos y significativos. A él han recurrido con frecuencia los poetas, cada uno de los cuales lo ha interpretado según su inspiración. En consecuencia, las versiones son numerosas y, en algunas ocasiones, contradictorias.
Hijo del titán Jápeto y de la ninfa marina Climene (o, según otras versiones, de Temis), Prometeo fue, en su origen, el dios del fuego, del fuego que sirve para calentar, para iluminar, y sobre todo, para trabajar los metales con los cuales se pueden hacer armas e instrumentos útiles al hombre. Se trataba, pues, de una divinidad benéfica, amiga de los humanos, y en toda Grecia le habían consagrado numerosos altares. En Atenas, por ejemplo, surgió uno en su honor en el barrio de La Academia, y además tenía perennemente encendido un fuego sagrado. Determinados días, dedicados a los sacrificios al dios, los jóvenes de la ciudad encendían varias antorchas en aquel altar y las llevaban corriendo hasta los templos de otros dioses para allí encender los fuegos de sacrificio.
Sin embargo, poco a poco, Prometeo perdió importancia como divinidad (su lugar lo ocupó Hefesto, un dios de origen asiático, probablemente), y de sus características originales solamente subsistieron su extraordinaria benevolencia para con el género humano y una relación, cada vez más vaga, con el elemento igneo.
En torno a estas características se constituyó y desarrolló su mito, que aquí se narra.
La rebelión contra la despótica ley del más fuerte
En la localidad de Mekone se reunieron antiguamente los dioses y los humanos para decidir de una vez para siempre qué partes de los animales sacrificados deberían pertenecer a unos y a otros. Como concernía a los dioses, y a Zeus en particular, elegir los primeros, Prometeo urdió una estratagema a favor de los segundos: las partes peores, tales como los huesos, los cartílagos y las vísceras, fueron cubiertas por una capa de suculenta grasa, mientras que las partes mejores, las más sabrosas, las envolvió con la piel y las membranas menos apetitosas. Zeus, naturalmente, fijándose sólo en la apariencia, escogió las piezas cubiertas de grasa.
Grande fue, sin embargo, su cólera cuando comprendió que había sido engañado. Su ira incontenible se desencadenó en una horrible venganza: a partir de aquel momento, los humanos se verían privados del fuego para siempre.
Sin el preciado elemento, los días fueron tristísimos para el género humano, que intentaba protegerse de los rigores del invierno refugiándose como los animales en las oscuras profundidades de las cavernas y cubriéndose con las pieles de los pocos animales que conseguían cazar. Pero sin el calor del fuego, el frío penetraba igualmente en sus huesos y les hacía gemir y castañetear los dientes. Además, no tenían luz cuando el sol se había puesto y tampoco podían trabajar los metales para fabricar las armas necesarias para la caza o los útiles que aliviaran sus fatigas.
Poco a poco fueron abandonando los campos, que dejaban sin cultivar, y empezaron a cazar valiéndose de piedras casi sin labrar. La humanidad vagaba temblorosa y hambrienta en un mundo tenebroso e inhóspito.
Estas duras condiciones, tristes y sin esperanza, angustiaron a Prometeo, quien quiso, una vez más, encontrar la solución para las tribulaciones de los mortales. Después de haber pensado largamente, decidió robar el fuego a los dioses y llevarlo a los humanos a cualquier precio, aunque esto significara desafiar la cólera del más poderoso de los dioses. Por lo tanto, tomó su enorme bastón de empuñadura de bronce y un odre lleno de vino del Etna, y se dirigió hacia la isla de Lemnos, donde el dios Hefesto tenía su fragua. Cuando llegó, entró en la caverna del dios y dijo: «Oh, Hefesto, tú que no tienes quien te iguale en el arte de forjar los metales y que conoces hasta el último de los recursos y el valor inestimable del elemento del cual eres dios, el fuego, ¿no tienes piedad del estado al cual sin él se ve reducido el género humano? ¿Puedes ver a esos pobres seres yendo de un lado para otro temblando de frío en un mundo sin luz y permanecer al mismo tiempo insensible? Dame, pues, un rescoldo de tu fuego, a fin de que yo pueda restituirles aquello de lo que no pueden prescindir». Pero Hefesto respondió: «Prometeo, tu benevolencia para con los seres humanos oscurece tu mente. También yo, es cierto, siento compasión de esos pobres mortales, pero no hasta el punto de desafiar la cólera de Zeus. No me pidas que te ayude, porque, si lo hiciera, sin duda sería arrojado de nuevo del Olimpo».
Ante estas palabras, Prometeo fingió resignarse y ofreció a Hefesto el vino de su odre, en el cual había mezclado anteriormente zumo de adormidera. También se lo ofreció a los cíclopes, los gigantes que ayudaban a Hefesto en su trabajo y, cuando vio que todos estaban ebrios y adormecidos, tomó una brasa y la escondió en el puño hueco de su bastón. Como una ágil fiera, Prometeo corrió brincando por la costa rocosa de la isla de Lemnos y apenas se encontró entre los humanos les ordenó levantar rápidamente una gran pira de troncos muy secos y de ramas secas también.
Alta hasta el cielo se elevó la llama, cuando el titán hubo echado sobre la leña la simiente del fuego.
Castigo ejemplarizante
Se alegraron los humanos, pero Zeus, que lo vio, decidió condenar a una pena horrible a quien había desobedecido su irrevocable decreto. Lejos, en el Cáucaso, se erguía una negra roca en un acantilado sobre el mar; la pared vertical era inexpugnable para los mortales. Hefesto, por voluntad de Zeus, tuvo que trasladar a Prometeo allí y encadenarlo, porque era culpable de que le hubieran robado el fuego. Lejos de los humanos, confinado en aquellas angustiosas soledades, el titán fue condenado a soportar que el sol ardiente le quemase las carnes, que el hielo de la noche le agarrotara los miembros, que la lluvia y el viento flagelasen su cuerpo torturado. Pero no acabó aquí la venganza de Zeus: cada tres días, una enorme águila leonada descendía sobre Prometeo indefenso, le clavaba las garras en el pecho y hundía su curvo pico en la carne viva, hasta que llegaba al hígado; sumergía allí su rostro agudo y lo despedazada. Durante los dos días y las tres noches siguientes, el águila no aparecía y el hígado lacerado podía sanar prodigiosamente y las heridas cerrarse, todo para que, al tercer día, el horrible suplicio pudiera comenzar de nuevo.

Los lamentos del titán encadenado se extendían por toda la tierra; los humanos y los dioses los oían con horror. Alguno, apiadándose de él, intercedía, pero Zeus, implacable, no escuchaba los ruegos y permanecía indiferente a las exhortaciones con que se intentaba conmover su voluntad. Mil años tenía que durar el horrible martirio de Prometeo: todos sabían entonces qué castigos esperaban a los que se atreviesen a desobedecer al más poderoso de los dioses, a quebrantar el orden del universo, instaurado por él. Sin embargo, después de 30 años, Zeus, aplacado, perdonó a Prometeo. Mandó al héroe Hércules a liberarlo, y a partir de aquel día Prometeo, el benefactor de los humanos, fue glorificado en el Olimpo de los dioses.
Este mito tiene un significado muy actual todavía: la empresa de Prometeo representa la conquista del hombre en su largo camino hacia el progreso material y moral. Su desventura representa el conocimiento -que el hombre ha tenido desde los tiempos más antiguos- de que el progreso no es cosa fácil y los precursores casi siempre pagan con la vida sus descubrimientos. Más tarde, sin embargo, la humanidad los aprecia y les honra según sus verdaderos méritos.
Glorificados por sus verdugos
Como decíamos al principio, este mito tiene múltiples interpretaciones y, mientras lo transcribíamos con estas líneas, nos han venido a la mente, por ejemplo, instituciones que han ejercido un férreo control sobre la sociedad, utilizando deleznables estrategias, entre las cuales se encuentra precisamente la de utilizar la continua amenaza y el miedo a sufrir un terrible castigo si se ponen en duda, desafían o quebrantan las "leyes" que promueven. Esas mismas instituciones u organizaciones, como es el caso por ejemplo de la iglesia católica, han sido capaces de llevar a la hoguera a verdaderas personas benevolentes, cuyo "pecado" fue, mediante sólidos argumentos verificados, poner en tela de juicio sus dogmas. Curiosamente, el paso del tiempo y la Historia han terminado por reconocer, apreciar y honrar sus aportaciones y méritos. Algunos incluso, paradógicamente, mediante su glorificación, no en el Olimpo, pero sí a través de procesos de canonización. Y para no ser tachados de anti-católicos o anti-clericales con el ejemplo expuesto, apliquen el mito de Prometeo a cualquier otra institución, organización o poder que se han valido -y se valen- del miedo y el escarmiento público, vía chivo expiatorio, para mantener el control social.
Para finalizar, y a modo de anécdota, hace años durante una reunión de amigos, hablando sobre servicios secretos... uno de los presentes preguntó: "¿Saben cuál fue la primera agencia de espionaje?" Mientras por nuestras cabezas pululaban determinadas siglas de agencias de diversos países, él se adelantó velozmente y afirmó: "La primera agencia de espionaje la estableció la iglesia católica mediante el uso del confesionario".
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[Fuente: VVAA (1978). La leyenda del fuego. En Maravillas del Saber. Consultor didáctico (Tomo III, pp. 99-101). Milán, Italia: Editrice Europea di Cultura]