Cuando, a finales del siglo XIX, unos arqueólogos ingleses, bajo la dirección de Arthur Evans, empezaron las excavaciones entre las ruinas del sitio en que se había hallado Cnosos, en la isla de Creta, tuvieron la sorpresa de encontrarse con un inmenso laberinto de salas y estancias, de patios abiertos y corredores, de escalinatas y terrazas. En esta inmensa construcción que cubría una gran extensión de terreno y que en sus orígenes debía ser más sencilla, el visitante moderno corría el riesgo de perderse. Parecen, pues, más que justificadas todas las leyendas que surgieron en torno a un edificio semejante, el cual, en cualquier época, debió de impresionar la imaginación de cuántos lo veían. Tales leyendas, como la de El Vuelo de Ícaro, tienen ciertamente orígenes antiquísimos, e incluso algunas, al menos en su núcleo central, preceden a la llegada de los griegos al Peloponeso.
Según uno de estos mitos, fue un poderoso rey de Creta llamado Minos quien hizo construir este engañoso edificio para encerrar en él al temible Minotauro, monstruo con cabeza de toro y gigantesco cuerpo humano, hijo de Pasifae, esposa de Minos, y de un toro divino. El arquitecto, a quien Minos encargó proyectar y construir el laberinto, era un hombre de gran ingenio, un célebre artesano y mecánico llamado Dédalo, famoso ya por ser el inventor de la escuadra, de la plomada y del hacha. La construcción de una obra tan complicada duró un número increíble de años, pero el resultado final fue una maravilla que hizo famosa en todo el mundo a la ciudad de Minos.
La primera máquina para volar
El Minotauro, que fue recluido en el más oscuro lugar del laberinto, era considerado una manifestación de la divinidad y requería ser alimentado con carne humana. Las víctimas eran introducidas en aquel vericueto de estancias y de corredores de las que nadie encontraba la salida: su miserable suerte era la de correr sin descanso en aquel lugar siniestro, hasta que encontraban al monstruo, que las devoraba. Pero, para que fuera posible seguir este ceremonial, debía mantenerse el mayor secreto referente a la colocación y disposición de las diversas partes del laberinto, y por ello, con el fin de que no divulgarse el secreto, una vez terminada la construcción Minos ordenó que Dédalo se adentrase en su propia obra junto con su joven hijo Ícaro. Dédalo, privado de los dibujos y de los planos que eran la llave del intrincado lugar, no sabía encontrar la salida de la prisión. Pero una vez más, el ingenio acudió en su socorro. Sin desalentarse construyó un artefacto todavía más sorprendente que el mismo laberinto: la primera máquina para volar. Uniendo con infinita paciencia plumas de las alas de los pájaros y pegándolas con cera, Dédalo construyó para sí y para su hijo dos pares de enormes alas que podían atarse a la espalda y maniobrarse agitando los brazos.
«Podemos alzarnos por encima de los demás hombres, pero te recomiendo que vueles con prudencia, sin elevarte demasiado»
Cuando todo estuvo terminado y llegó el momento de probar los artefactos, Dédalo llamó a su lado a Ícaro, y poniendo en su espalda las grandes alas, le instruyó con estas palabras: «Con estas alas que yo he construido para nuestra salvación, abandonaremos ahora esta isla que la ingratitud de un tirano ha hecho inhóspita y funesta para nosotros; intentaremos atravesar el vasto mar volando y alcanzar así una tierra más amiga en la que la ciencia y el ingenio gocen de la libertad de que aquí hemos sido privados. Con este artefacto podemos volar; podemos alzarnos por encima de los demás hombres, pero te recomiendo que me sigas, que vueles a mi lado con prudencia, sin elevarte demasiado: las alas son grandes y resistentes y pueden soportar el peso de un hombre, pero si nos elevamos demasiado, el calor del sol haría fundir la cera, las plumas se dispersarían con el viento, y nos precipitaríamos sin esperanza en el profundo mar».
Así hablo Dédalo, y poco después, padre e hijo, agitando los brazos, se alzaron sostenidos por las blancas alas en el vasto azul del cielo. Primero vieron a sus pies la fértil isla de Creta: los arados campos, los bosques, los rebaños de los pastores; pero muy pronto sus sombras se proyectaron sobre las olas del mar.
Ícaro nunca había experimentado una emoción semejante: volaba seguro y feliz en el cristalino aire, intentaba nuevas evoluciones, maniobraba con placer aquellos inusitados objetos que el ingenio de su padre había sabido crear. Pronto sintió un irresistible deseo de remontarse. «¿Adónde vas Ícaro? -gritaba su padre-. Ícaro, mantén más bajo tu vuelo: no presumas demasiado de ti y de las alas que te sostienen... ¡Ícaro!» Pero el joven Ícaro no oía; el ardor de sus años no le permitía escuchar las prudentes y expertas palabras de su progenitor: embriagado por el aire puro, por la gran luz, por el rápido vuelo, subía, subía, siempre más arriba, hacia el gran círculo calorífico del sol. Y los rayos del astro se hacían cada vez más cálidos. Y un poco más arriba la cera empezó a fundirse: la armazón de las alas se dobló y se partió, las plumas se despegaron y se perdieron ondeando en el viento. En vano intentó Ícaro mantenerse suspendido en el aire agitando los brazos, ahora privados de todo sustento: lanzó un grito que parecía llenar el cielo y cayó en las aguas azules del mar que tenía debajo.
El infeliz Dédalo asistía impotente a la muerte de su hijo; con el corazón destrozado por aquel gran dolor, continúo, a pesar de todo, agitando sus enormes alas, y después de un largo trayecto tomo tierra, por fin, cerca de la ciudad de Cumas. Allí, según la tradición, construyó un magnífico templo en honor de Apolo, sobre cuyas puertas de bronce quería reproducir la caída de Ícaro; pero cada vez que iniciaba la obra, los instrumentos le caían de las inertes manos.
Ingenio contra la tiranía... manteniendo los pies sobre la tierra
Muchos pueblos de la antigüedad tuvieron mitos que tratan de la construcción de fabulosos laberintos -que, como en el caso de Cnosos, casi siempre se identificaban con inmensos palacios reales- y de sus legendarios arquitectos: desde el templo-palacio construido por Imhotep, arquitecto y ministro de Soser, un faraón egipcio que vivió casi tres mil años antes de Cristo, hasta otras construcciones similares levantadas por artistas babilónicos, asirios y persas. En muchas de estas leyendas encontramos también el episodio del rey que hace prisionero al arquitecto, y en algunas ocasiones lo manda matar, casi siempre para impedir que éste repita y acaso supere, por orden de otros soberanos, su obra. Lo que parece ser la aportación de una tradición egea, o tal vez griega, es la parte que aparece como la más significativa del mito. Se trata de la fuga de Dédalo y de Ícaro, y al final, de la muerte de este último.
Pocos mitos pueden tener significados e implicaciones tan importantes y universales: el encarcelamiento de Dédalo puede interpretarse, en efecto, como el encarcelamiento del ingenio, de la ciencia muchas veces impedida en su libre explicación a causa de intereses materiales, de celos, de supersticiones y, en una palabra, de factores que son extraños a su esencia. La evasión representa la intrínseca fuerza que tiene la ciencia y que la hace salir mediante sus propios recursos de las más peligrosas y envilecedoras condiciones. El vuelo del inexperto joven y su caída final pueden interpretarse como el exceso de presunción del que el hombre debe guardarse al ejercer aquellas dotes que pueden darle una fuerza superior a la común, pero que, no obstante, debe usar con discreción y humildad. Pero, desde el momento en que es lícito ofrecer más de una interpretación del mismo mito, es mucho más actual pensar que el vuelo y la caída de Ícaro advierten a los hombres para que no usen sin consideración los instrumentos y los medios que la ciencia pone a su alcance.
Mitos como El Vuelo de Ícaro han tenido eco en el mundo del celuloide y en el de la música. Buena muestra de ello es una de las más emblemáticas canciones de la banda de heavy-metal, Iron Maiden, cuyo título no es otro que The Flight of Icarus.
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[Fuente: VVAA (1978). El vuelo de Ícaro. En Maravillas del Saber. Consultor Didáctico (Tomo III, pp. 107-109). Milán, Italia: Editrice Europea di Cultura]