Ataviados con túnicas de un blanco puro y reluciente, sandalias marrones de cuero, gorras con los colores del arco iris y pulseras verdes de silicona en las que se podían leer eslóganes de corte ecologista -tales como El holocausto nuclear puede esperar o Por un planeta libre de plutonio enriquecido-, Séneca, Platón, Aristóteles y Pitágoras mantenían una sosegada e inútil conversación cuyo epicentro no era otro que el concepto de la amistad. Que si "quien tiene un amigo, tiene un tesoro"... que si "amigos sí, pero la vaca por lo que vale..." Aunque en la Loca Academia de Filosofía la ignorancia parecía estar condenada al destierro, no acababan de tenerlo del todo claro...
- La amistad es un bien supremo –dijo Aristóteles.
- No, mi querido amigo, no es sino un supremo bien –replicó Platón.
- Tanto monta, monta tanto... –concluyó Séneca.
¡Caramba! A pesar de que una vez había declarado en conferencia de prensa que “sólo sé que no sé nada”, estaba claro que Séneca sabía… y mucho. En siete palabras no sólo había dado respuesta a varios siglos de una pesada incertidumbre que asfixiaba al ser humano, sino que además su aparentemente simplona y escueta conclusión iba a suponer una verdadera revolución del pensa-miento, porque pensar y mentir, mentir y pensar, serían a partir de aquel momento la misma cosa.
La noticia corrió como la pólvora, se convirtió de la noche a la mañana en una revitalizadora pandemia; no sólo las élites se frotaban las manos, la plebe se encontraba en pleno éxtasis. Incluso Descartes se vio obligado a reformular sus otrora reveladoras ideas, rindiéndose al influjo de la nueva corriente universal. “Pienso y miento, luego existo”, se encendió en su cerebro. Ahora sí, sin duda había dado con la auténtica palanca de Arquímedes, el talón de Aquiles y la fuerza descomunal de Hércules. Ya no habría quien le parase, ni siquiera un misil balístico de largo alcance; sí, de esos cuyo panel de mandos se acabaría regalando a los niños por Navidad en un futuro no tan lejano como entonces pudiera parecer.
Gracias a aquella brillante y revolucionaria idea de la amistad, o más bien habría que decir Idea, en mayúscula, de la amistad –lo importante era la idea y no la amistad en sí misma-, el mundo sería por fin el paraíso que nunca podría ser ni acabaría siendo, aunque pareciera que podría haberlo sido. Incluso la teoría de que la estupidez es una cualidad inherente al ser humano y tendente al infinito habría de ser irremediablemente revisada. Y es que Einstein parecía haberse equivocado por defecto, pues la tendencia era ahora hacia el infinito… al cuadrado.
Ideas como que la división del trabajo había logrado desarrollar el mundo con modernos esclavos de un mal salario, que el miedo y el hambre, lejos de suponer un control, ejercían una misión purificadora de una humanidad viciada y corrompida, o que el pan y el circo continuaban siendo verdaderos bálsamos en épocas en las que el aborregamiento generalizado se veía amenazado por un tímido desentumecimiento neuronal, no sólo habían sido totalmente eclipsadas por la Idea de la amistad, sino que, sólo viajando en el espacio y en el tiempo hacia un futuro bien lejano, aquellas serían susceptibles de ser recuperadas, si bien como vulgares hallazgos arqueológicos fruto de la casualidad.
La amistad ya no sería una virtud individual, grupal o planetaria, trascendería lo físico, lo terrenal hasta adentrarse en el subconsciente. Ya no habría que preocuparse nunca más por darle la mano al banquero y tener que contarse los dedos; su amistad sería más que suficiente, y más teniendo en cuenta que todavía nos quedarían los dedos de los pies. El dinero como tal dejaría de tener valor, pero como dinero seguiría valiendo y fluctuando según nuestro grado de compenetración con el sistema; y aquí, damas y caballeros, la amistad, tener o no tener amigos, jugaría un papel decisivo, desequilibrante… sí, más bien desequilibrante.
Oh, la amistad, gracias Séneca por tan preciado y generoso obsequio. Ya sé lo que regalaría a mis amigos en los próximos Reyes Magos, en sus próximos cumpleaños, en sus siguientes bodas, en los bautizos y comuniones de sus hijos, en sus merecidos ascensos laborales, en las siempre merecidas victorias de sus equipos favoritos… unas buenas dosis de amistad envueltas en el mejor papel para regalo, un presente que no olvidarían jamás en el futuro y que, sin duda, llenaría ese tortuoso horror vacui que galopaba al trote por sus respectivas existencias. Ya no sería necesario seguir buscando el elixir, la fragancia de la eterna juventud; las envidias, la cochina y la aseada, quedarían totalmente anuladas; la diplomacia ya no sería interesada, sólo serviría a un interés común en aras del bien de los fragmentados intereses de todos y cada uno de los interesados –la parte contratante de la primera parte...-; la educación de las nuevas generaciones ya no se basaría en la enemistad, sino en la amistad hacia el adversario, un nuevo modelo de difícil comprensión, aunque de fácil aplicación. Y entre la dificultad de comprender y la facilidad de aplicar... Ockham ya lo tenía claro, con o sin navaja.
De repente, justo cuando Pitágoras se disponía a enunciar su hipótesis sobre la amistad desde una perspectiva alfanumérica, el radio-despertador entró en acción, sacándome de mi filosófica pesadilla.
- Interrumpimos la programación para ofrecerles las últimas noticias... y nunca mejor dicho: la tregua de la amistad se ha roto y alguien ya ha apretado el botón...